martes, 5 de enero de 2010

Los campos de exterminio de Camboya y la inspiración

¡¡¡Guau!!! Dos días seguidos escribiendo. A los que os sorprende gratamente, no os acostumbréis porque normalmente suelo ser más vago o tener menos tiempo. Los que aborrecéis lo que escribo estáis de suerte porque esta asiduidad no se volverá a repetir.


El detonante: la película ‘Los gritos del silencio', que en inglés se llamó ‘The killing fields’. Pasando de entrar ahora a polemizar sobre por qué cambian los títulos de las películas con lo bien que habría quedado en español ‘Campos de exterminio’. La dirigió en 1984 Roland Joffé sobre un guión escrito por Bruce Robinson. La película cuenta la historia de un periodista del New York Times que es enviado a Camboya para cubrir los conflictos que acechaban a aquel país en 1972. Allí comienza una amistad casi fraternal con su guía, Dith Pran. Está basada en una historia real, tan real como los acontecimientos que tuvieron lugar en Camboya en la década de los setenta.

La película tenía todos los ingredientes para impactarme, seducirme, hacerme reflexionar e inspirar un post, sobre todo por dos motivos: es una historia de periodismo en medio de un conflicto bélico y además tiene lugar en Camboya, uno de mis países favoritos dentro de los que hasta la fecha he visitado. Satisface dos de mis necesidades primarias, el cine y viajar. Así que como tenía todos los ingredientes lo consiguió.

Periodismo

Estudié esta carrera por dos motivos aparentemente incoherentes: poder escribir sobre lo que quisiera e intentar siempre contar la verdad de lo que pasa en el mundo. Pronto me di cuenta de que los directores de los medios de comunicación nunca querían que escribieras lo que querías. Entonces no existía internet y nadie había inventado los blogs, concepto que venía a satisfacer lo que yo demandaba. Y por eso aquí estoy. Sobre lo de contar la verdadera verdad de las cosas todos los que leéis esto y tenéis dos dedos de frente sabéis que, salvo en algunos medios independientes, suele ser una quimera. Pero siempre me fascinó el rol de corresponsal en un país del mundo, mucho más si se trataba de un corresponsal de guerra.



Es una profesión que admiro y desprecio a la vez. La admiro porque no tengo cojones (ni tampoco he tenido la oportunidad) para ejercerla. La desprecio porque me da la sensación de que, a veces, algunos de estos periodistas prefieren una buena crónica o una foto imponente antes que salvar la vida de un niño. Quizá me equivoque. En lugar de dedicarme a contar la verdad me dedico a inventarme mentiras desde el ordenador de mi casa para que alguien luego las ponga en imágenes. En cualquier caso, creo que los conflictos armados deben ser contados por personas imparciales y respeto enormemente la defensa implacable de la verdad. Y lo cierto es que todo lo que sucedió en Camboya tenía que contarse porque no ha sucedido nada parecido en el mundo en el siglo pasado, ni siquiera las barbaridades que cometió Hitler.

Camboya

El pasado verano pasé 45 días en el sudeste asiático, de los que poco más de una semana los dediqué a Camboya. Poco tiempo y ganas de repetir porque ha sido uno de los países con los que más he conectado. Quizá sea su historia reciente, un pueblo que ha sufrido los ataques de todos los países a su alrededor, de los franceses, los americanos y los más letales de todos, sus propios compatriotas, los Jemeres Rojos, quienes durante cuatro años cometieron un genocidio que se llevó por delante al 25% de la población.La mayoría de ellos pasaron por la S-21, una cárcel improvisada previa a la muerte que les acechaba en los campos de exterminio. Sobre esto ya escribió MJ en soitu.es. Y también alguien decidió hacer un documental maravilloso: ‘S-21, la máquina roja de matar’. Los Jemeres Rojos tenían casi todos entre 14 y 17 años y no podían ser más sanguinarios.


Asesinaron a todo lo que olía a intelectualidad, trabajo, pensamiento y evolución. Por culpa de esta masacre y de la malnutrición a la que les tiene sometida la pobreza, el 60% de la población actual tiene menos de 16 años. Es un país de niños y, salvo contadas excepciones, son los niños más acogedores del mundo. En algún lugar de la blogosfera existe otra prueba de mi fascinación por los enanos camboyanos. Quiero volver para poner los pocos granitos de arena que pueda para que Camboya mire hacia el futuro.

La película

El film tiene sus defectos, como todas las cintas que un guionista ve y se empeña en ver con ojos profesionales. La música, que firma Mike Oldfield, deja mucho que desear, aunque por momentos ofrece esos detalles entre mágicos y horteras achacables a las películas de los 80. Por un lado, argumentalmente hablando me parece un poco naif, lo que por otro lado hace que sea pura, l
a pureza de una historia real, una historia que había sucedido tan sólo cinco años antes de ser rodada. Por eso posiblemente es más real. Por eso y porque los diálogos escasean dejando hablar a las imágenes, a la acción, a la poesía, al sufrimiento de un pueblo, a la dureza de los hechos, algunos desorbitados, pero que se quedan cortos con lo que en realidad aconteció, a las expresiones de los actores, a la fotografía: consiguieron recrear perfectamente la luz de Camboya, una luz melancólica, amarilla (no se admiten chistes), que da ciertas pistas de lo que era vivir en un lugar acechado por un conflicto bélico dolorosísimo.

El cine y viajar

Siempre que viajo intento ver cine del país al que acudo. La mayor parte de las veces no me da tiempo a hacerlo antes y lo dejo para después. En este caso, han pasado más de seis meses. Siempre aprendes. Aprendes de lo que viviste, por qué viste aquellos gestos en la gente, por qué ese chico utilizó aquella palabra, por qué se comportaban de aquella manera, por qué esa filosofía de vida cuando no tienen nada, por qué la eterna sonrisa con la mirada melancólica. Es un consejo que le doy a todo el mundo que viaje y especialmente a los que viven de la inspiración. Cada lugar que visitas puede ser una fuente de ideas, de terrenos que deseas explorar, de historias que quieres contar. Fue en ese viaje a Asia cuando empecé a pensar en ‘Melón’ y en muchas otras tonterías que hoy por hoy son sólo frases anotadas en un cuaderno mientras estaba en una cochambrosa estación de autobuses.

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